lunes, 6 de julio de 2015

El Hilo Invisible

El 23 de Mayo se casó mi querida amiga Maite. Unas semanas antes, me pidió que leyera un poema o un cuento para cerrar la ceremonia. Esto es lo que escribí para ellos:

“El hilo invisible”

Fue al principio del Tiempo, cuando la luz se separó de las tinieblas y comenzaron a formarse los meses y las estaciones, el momento en el que nacieron Pasado, Presente y Futuro. 

Presente era dinámico y colorido; era el momento en el que se vivía y se experimentaba, el instante en el que todo sucedía. Pasado, en cambio, era sólido, profundo y sabio, pues todas las experiencias vividas por el Presente se quedaban grabadas en él.

El tercer hermano, Futuro, no podía sentirse orgulloso de su entidad porque todavía no existía para nadie. Como sentía celos del interés que despertaban sus hermanos, decidió probar distintos disfraces con los que hacerse notar. Así, se  vistió de Casualidad, Destino y Premonición, y sembró en la humanidad los primeros miedos a lo que aún estaba por suceder. 

Presente sufrió entonces una alteración en aquel instante mágico en el que todo ocurría. Las personas temían, dudaban y dejaban de experimentar, de arriesgarse y de sentir. Los colores que solía lucir, se veían ahora oscuros y difusos. Pasado empezó a acumular aquellos miedos del Presente, convirtiéndose en una amalgama de recuerdos oscuros, en un motivo por el que dudar, en lugar de una lección de la que aprender. Alarmados, los dos hermanos convinieron en que Futuro debía ser devuelto al limbo del que provenía, y decidieron hablar con él.

Pero Futuro se divertía mucho con toda aquella confusión, y ni siquiera quiso oír los argumentos que le dieron sus hermanos. Así que Pasado y Presente pensaron que debían buscar una solución alternativa. Hablaron, compartieron, meditaron y finalmente recurrieron a la que es la solución de casi todos los problemas de la vida: el Amor. 

Y, desde entonces, el Presente se las apaña para hacer coincidir las sonrisas más luminosas con las almas más oscurecidas y los abrazos más abiertos con los corazones que un día se cerraron con llave. 

Por su parte, Pasado deja en su superficie los recuerdos en los que se distingue el rumor de una conversación que fragua lazos irrompibles, el acorde único de una carcajada al unísono o el color imposible de una puesta de sol en compañía. 

Y, ya sea en forma de amistad, de solidaridad, de amor romántico, filial o fraterno, desde entonces el Amor es el hilo invisible que trenza lazos entre las almas, el pegamento que nos mantiene unidos y fuertes mientras retamos a ese Futuro caprichoso, transitando sin temor por la senda sin semáforos ni señales a la que llamamos vida.

martes, 26 de mayo de 2015



Con este cuento gané el premio popular en el concurso de Primavera 2013 del foro Abretelibro. Está publicado en la antología "Cuentos en el bolsillo", a la venta en Amazon


Martes




Herminia vuelca el recogedor sobre la papelera, que al punto se colma con la cascada de tirabuzones esponjosos. Después, chasquea la lengua y echa un nuevo vistazo al calendario que cuelga de la pared:

—Pues no —masculla —. No me he equivocado: hoy es martes.

Nota la mirada de reojo que le dirige Trini, su ayudante, pero no le dice nada. Las manecillas del reloj sobre la puerta marcan las seis y media, lo que certifica que se trata del primer martes de su vida profesional en el que sus manos sostienen una escoba en lugar de los rizos de doña Encarna.

Por encima del ruido del secador, Trini retumba como el eco de sus pensamientos:

—Jefa, es muy raro que todavía no haya llegado la Encarna, ¿no?

Herminia asiente sin despegar la vista de la puerta de la peluquería. Es muy extraño, desde luego. En los más de veinte años transcurridos desde que inauguró su establecimiento en la esquina de las calles Violeta y Clavelina, su clienta más fiel no le había fallado ni un sólo martes.


Vecina del barrio de las Flores desde su nacimiento y poco amiga de los cambios, doña Encarna cruzó por primera vez el umbral de la recién estrenada peluquería envuelta en el mismo aroma a lavanda que la anunciaría durante las dos décadas siguientes. Sentada en la butaca giratoria, explicó a la paciente Herminia todo lo que su cabello requeriría desde ese mismo momento a cambio de la fidelidad absoluta: todos los martes saldría de allí con el cogote cardado y bien sujeto con laca, el flequillo hacia la izquierda y pelo restante dispuesto en ordenados bucles; un martes al mes le repasarían con tinte las raíces y cada tres meses, siempre un martes, necesitaría una permanente suave con un pequeño corte para recuperar la forma. Sus costumbres en materia de cabello se convirtieron en un ritual semanal sagrado en el pequeño salón de belleza, forjándose entre peluquera y clienta una complicidad irrompible tejida a golpe de cepillo y bigudí.

Por ese motivo, Herminia se revuelve nerviosa en su taburete de piel gastada. De todas las rutinas del barrio, de esa respiración casi invisible que le permite predecir quién y cuándo pasará por delante de su puerta, el de doña Encarna es el compás más fiable, el único que nunca varía.

Hasta este martes.

La mañana había transcurrido con la normalidad de siempre. El café amargo le dio los buenos días como todos los despertares desde su juventud. No importaba cuántas cucharadas de azúcar le pusiera, ni la marca o el agua utilizada para prepararlo, jamás conseguía endulzar una taza de su propio café. Por eso se había hecho peluquera, truncada su vocación de secretaria de dirección el día en el que su madre agarró una taza de su aguachirle humeante y le preguntó: “¿Y le piensas a servir a tu jefe esta birria de café?” Aquella misma tarde colgó sus estudios de secretariado detrás de la puerta de la peluquería del barrio para ponerse la bata de aprendiz de manicura.

Tras el desayuno, a las nueve en punto, la reja de la peluquería la saludó con el quejido herrumbroso de siempre. Justo antes, había intercambiado los agasajos de los martes con don Paco y su perro en la calle de la Violeta, lo que liberó una vez más las mariposas de su estómago. Estas siguieron revoloteando descontroladas hasta mucho después de que descorriera el cierre de la puerta, encendiera las luces y sintonizara el programa mañanero de la radio que Trini y ella solían escuchar.

Don Paco era el médico jubilado del barrio. Un viudo de extraordinaria planta, pelo gris cortado a cepillo, afeitado impecable y patillas milimetradas, que acudía al veterinario de la calle de la Violeta todos los martes a las nueve en punto para tratar a su caniche de una enfermedad crónica. Herminia y él siempre se saludaban entonando la misma cantinela:

—Muy buenos días, don Paco.

—Ningún día es tan hermoso como aquel que comienza con su saludo, Herminia.

Aquel martes ella le respondió con el mismo rubor que los anteriores, agradeciendo que él jamás pudiera escuchar el tamborileo loco de su corazón al verle. Don Paco la volvía colegiala por unos minutos cada semana, haciendo que las seis mañanas restantes su ánimo oscile entre el recuerdo del encuentro consumado y la anticipación del siguiente.

A las nueve y media, ya recuperada y esperando clientela, oyó marcharse el autobús escolar, como todas las mañanas desde septiembre hasta junio. Justo después, apareció Trini, su ayudante, maquillando el retraso con su excusa de todos los martes:

—Jefa, se me ha roto el despertador.

—Pues ya van tres este mes. A este paso te va a salir más a cuenta irte a trabajar a la relojería.

Fingiéndose sorda, Trini se ahuecó las mechas bicolores con los dedos antes de ponerse la bata floreada y entonar el canturreo ritual al que recurría para ponerse en marcha cada mañana.

Poco después entró la primera clienta: la anciana señora Valentina. Aunque habitual de los lunes, últimamente le costaba ubicar el orden exacto de los días en el calendario. Un lavado de su cabello plateado, recompuesto después con un par de chorros de laca y el soplido del secador, sería suficiente para que pasara peinada otra semana de misas y visitas al cementerio, donde compartían descanso todos los hombres de su vida.

Don Enrique y su bigote, recuerdo de su gloriosa juventud como alférez del ejército, ocupaban la siguiente media hora de peine y tijerita de precisión. Más tarde sería el turno de la joven Yolanda, que buscaba trabajo y llegaba cada martes con el pelo recién lavado y todavía húmedo, para que el alisado semanal que persuadiera a las empresas de su aptitud y profesionalidad fuera a la vez conveniente para su bolsillo. Y después, para completar la mañana, el cardado diario de doña Manuela, empeñada en esconderles a sus compañeras de mus los claros que se le asomaban a la coronilla; algún teñido de canas que revelaban edades incómodas; despachar a los comerciales con la excusa de que nadie compraba sus productos y los veinte minutos de rigurosa cháchara con Julia, la mujer que limpiaba el portal de al lado de la peluquería una vez por semana.

La comida del segundo día de la semana olía a vinagre y a laurel, a pescado y a su madre. Los boquerones en escabeche constituían el almuerzo oficial de los martes. Los saboreó con placer, sin prestar oídos al soniquete televisivo de fondo. El plato le trajo a la memoria a su hermana: cada martes la recordaba saliendo de casa con la maleta medio hecha, la cola de caballo a medio deshacer y la promesa de no regresar jamás al hogar materno. Estudiaba enfermería y se había enredado con un médico casado, motivo por el cual su madre la había echado sin contemplaciones. Nunca había vuelto a hablar con ella, aunque recibía un par de cartas suyas al año en las que le enviaba fotos de su médico —ya marido —junto a varios hijos comunes que lucían la misma sonrisa de su padre. Las guardaba en un cajón de la cocina sin leerlas, a la espera de juntar un buen montón para lanzarlo a la basura. Siempre tan perfecta, tan guapa y tan lista, sólo había una cosa que se le daba peor a su hermana que a ella: preparar los boquerones al gusto de su madre.

Por eso, la comida de los martes le dejaba un saborcillo luminoso a triunfo, aunque el vinagre la obligara a tragarse después un vaso entero de bicarbonato para evitar una tarde ácida en la peluquería.

Cuando ella regresaba de su pausa para comer, Trini salía para almorzar con su marido y sus niños y volvía, como siempre, veinte minutos más tarde de lo pactado en su primer día de trabajo. Herminia soltaba un bufido al verla entrar, pero jamás le decía nada. Como cada martes, tras el suspiro se miró al espejo para recolocarse los mechones desencajados y calibrar la proporción de cabellos blanquecinos frente a los todavía oscuros.

—Trini, prepárame un tinte del siete, que me toca retoque de raíces.

La primera hora de la tarde de los martes solía estar vacía de clientes, por lo que tanto Herminia como Trini la aprovechaban para remendarse los peinados. Su ayudante le lavó el pelo, le puso el tinte, los rulos y la acicaló sin que una sola persona asomara por la puerta en el intervalo.

Minuto a minuto, el reloj desenroscó la tarde hasta que las noticias de las seis detuvieron con sus pitidos el programa musical de la radio. Sentada tras el mostrador, Herminia esperó con paciencia a que apareciera doña Encarna mientras Trini se ocupaba de los clientes ocasionales.

Las seis y diez.

Y cuarto.

Las seis y veinticinco, y doña Encarna que no aparecía. Cogió la escoba y el recogedor para despejar el suelo de los matorrales de pelos cortados y su mente de la molestia porque las cosas no marcharan como de costumbre.




La baldosa se ve reluciente y doña Encarna que sigue sin llegar. A las siete y media, Trini vuelve a mirarla de reojo mientras limpia la pileta y recoloca una vez más los botes de champú.

—Habrá que cerrar, ¿no, jefa?

No le contesta. La tarde atípica la ha dejado muda y confusa, como una niña que se hubiera extraviado de sus padres. A esas alturas está ya convencida de que a Encarna le ha pasado algo grave. Quizás esté peor del corazón, o la hayan atracado en su casa. Vive sola y muy cerca de la peluquería, aunque de pronto cae en la cuenta de que jamás le ha dicho dónde.

Con el alma en un puño y pensando cómo podría explicarle el caso a la policía sin parecer una lunática, cierra la puerta con llave y baja la pesada reja con el acostumbrado lamento de hierro.

La sorprenden unos ladridos inusuales que suben por la cuesta de la calle Clavelina. El perro de don Paco la saluda brincándole los pies, ajeno a que aquello tampoco entra dentro del orden de los martes. Herminia busca con mirada ansiosa al dueño del pequeño can, pero cuesta abajo sólo se ve subir a una pareja acaramelada. Ella, con su melena rubia centelleando al recibir los últimos rayos de sol, viene precedida por un aroma dulzón a perfume caro. Él, alto y con las canas cortadas a cepillo, se hace doloroso y familiar a medida que se acerca.

El corazón le baja hasta los pies al contemplar la eterna viudez de don Paco interrumpida por una rubia de carne y mechas. Trata de acomodar el gesto en una sonrisa casual al calcular que el encuentro será inevitable en unos segundos, pero entonces ella comienza a resultarle conocida también. El peinado y maquillaje llevan la firma de otra peluquería, pero es un gesto culpable de sus ojos bajo las cejas depiladas lo que la delata. Doña Encarna se ha quitado, por lo menos, diez años de encima sólo con renunciar a sus perpetuas costumbres estéticas, y cuelga del brazo de don Paco con aires de novia juvenil.

—Buenas tardes, Herminia.

El saludo brota al unísono de la pareja, pero ninguno de los dos la mira al pasar. Doña Encarna por vergüenza, y él porque sólo tiene ojos para comérsela a bocados. Al girar la esquina para subir por la calle de la Violeta hacia casa de don Paco, dejan a Herminia plantada, con las llaves de la peluquería todavía colgadas de la reja, las ilusiones desparramadas por la acera y veinte años de rulos y confidencias caídos como una losa sobre sus hombros.




Después de cerrar suele tomarse un café en el bar de al lado, pero ese martes un caminar descompasado la conduce directamente a casa, donde se prepara una cafetera de su brebaje habitual. Mientras el agua y la rabia burbujean al compás, decide que es el día perfecto para tirar a la basura las cartas de la imbécil de su hermana.

El adhesivo frágil que unía los bordes de uno de los sobres se ha evaporado con el tiempo y una fotografía de su hermana, con su cola de caballo y su familia en perfecta pose junto al mar, revolotea para caer del revés sobre el suelo de la cocina.

“Málaga, 2005”, reza el reverso de la imagen. Así que allí era donde ella había ido a parar al escaparse de la vida que compartían, junto al mismo mar que ninguna de las dos vio de niña más que en fotos. Herminia estudia a los chicos, altos y delgados, que la flanquean a ella y a su marido. Sus sobrinos. De repente, piensa que aquellos muchachos nunca han probado los boquerones en vinagre como le gustan a su madre y a su abuela. El secreto familiar se irá a la tumba con ella si nadie más descubre lo deliciosos que pueden llegar a ser esos pececillos.

El café ya ha subido. Retira la cafetera pensando que podría ir a Málaga a preparar boquerones y olvidarse la peluquería, de don Paco y de los martes durante un par de meses, o incluso años. Arranca un par de sorbos al líquido humeante mientras contempla las caras sonrientes de sus sobrinos, que podrían saborear muy pronto el escabeche familiar.




Otro sorbo más. Entonces, con un respingo que casi le hace derramar su contenido, Herminia se aparta de la taza para mirarla con incredulidad: sin saber cómo lo ha hecho, por primera vez en su vida, el café le ha salido dulce y espeso

domingo, 15 de marzo de 2015

Doyle, el magnífico

Una de mis mejores lecturas de 2014 fue "El mapa del caos" de Félix J. Palma. Esta novela cierra la estupenda Trilogía Victoriana del autor, que comienza con "El mapa del tiempo" y continúa con "El mapa del cielo", y que han convertido a Palma en uno de mis escritores favoritos.
"El mapa del caos" cuenta con el escritor H. G. Wells como protagonista, al igual que las dos novelas anteriores, enfrentándose a un verdadero caos de universos paralelos y personajes que se mueven de unos a otros con terribles intenciones. Un enredo magistral, una tela de araña repleta de hilos que, por difícil que parezca cuando uno está a la mitad de la lectura de la novela, quedan primorosamente rematados al final. "El mapa del Caos" es una lectura más que recomendada para todos aquellos amantes de las aventuras, de las de siempre aunque con toques fantásticos.
Para mi completo gozo, este último volumen de la trilogía cuenta con un personaje secundario excepcional, el escritor Arthur Conan Doyle, "padre" del detective por excelencia, el gran Sherlock Holmes. Sus novelas, al igual que las de Palma, son otra de mis debilidades, y reflejar su personalidad apasionada y caballeresca, un acierto del escritor malagueño. Arthur Conan Doyle era escocés y oftalmólogo, un tipo grande y deportista al que apasionaban las ciencias ocultas. Su inteligencia y finísimo sentido del humor pueden apreciarse en cualquiera de las historias de Sherlock Holmes que salieron de su pluma. Pero, además, a Sir Arthur le interesaban sobremanera las injusticias, y procuró enmendar todas las que encontró en su camino.

De una de ellas voy a hablar en esta entrada, en concreto de la que protagonizó George Edalji, un abogado de Great Wryley, en Sttafordshire.
Si hoy en día Scotland Yard sigue recibiendo cartas dirigidas a Sherlock Holmes con la intención de que encuentre joyas familiares, atrape a delincuentes peligrosos o repare injusticias legales, podemos suponer que a finales del siglo XIX, siendo Holmes un personaje querido y respetado en toda Gran Bretaña, la cosa era mucho peor. Arthur Conan Doyle recibía cientos de cartas de ciudadanos preocupados, tantas que apenas podía leer mas que unas cuantas. Quizás por eso, la injusticia de George Edalji llegó a su conocimiento mucho después de que fuera cometida. George Edalji era el hijo de un clérigo de Great Wryley al que su comunidad no apreciaba demasiado por haber sido Parsi antes que cristiano. Tal vez por eso, el joven George y su familia se habituaron a recibir amenazas e insultos anónimos por parte de algunos parroquianos descontentos. A partir de 1892, las amenazas de un acosador recibidas por carta comienzan a alternarse con otras notas ofensivas recibidas por la policía, el periódico y algunos vecinos, y supuestamente firmadas por el vicario. En algunas de esas cartas, el supuesto vicario se confiesa autor de la muerte de varios animales de granja en la zona, lo que hace que el jefe de policía del condado comience a investigar y no tarde en convencerse de que es el joven George Edalji el que está tras las cartas y muertes de ganado.  Seis policías son destinados a vigilar por turnos al hijo del vicario.
La matanza de ganado continúa con la aparición del cadáver de un caballo en el pueblo, y nuevas notas inculpan a la familia del clérigo Edalji, que sufre un registro en su propia casa. Los agentes afirman encontrar barro en los zapatos de George, así como pelo de caballo y sangre en su ropa. De nada sirve que intente demostrar su inocencia recordándole al juez que la noche en la que se cometieron los crímenes había agentes vigilando las puertas y ventanas de su casa; acaba siendo declarado culpable y condenado a seis años de prisión. La injusticia de su caso se convierte en noticia en toda la comarca, llegando a reunirse hasta diez mil firmas que piden su liberación inmediata. Los periódicos locales recogen los pormenores e irregularidades de su caso la y, a los tres años de condena, Edalji es liberado sin la menor explicación o disculpa.
Cuando Arthur Conan Doyle lee el artículo que el joven publica en el periódico The Umpire y del cual envía un recorte a su dirección, todo su ser se rebela ante la injusticia. Aunque no puede devolverle los tres años perdidos en presión, inicia una campaña para que se revise su caso, escribiendo a todo aquel que estuviera implicado y revisando cada una de las pruebas.
Así, descubre que el barro de los zapatos de Edalji no coincide con el tipo de suelo en el que se mutiló a los animales, que el pelo de caballo había sido adherido a la ropa de George con posterioridad y que la cuchilla de afeitar del acusado, la supuesta arma del crimen, no tenía una sola mancha de sangre o melladura al ser analizada por los forenses. Además,en su entrevista con George Edalji, comprueba estupefacto que el hombre tiene un importante grado de miopía, por lo que resultaba muy difícil imaginarle como delincuente nocturno.
Arthur publica sus investigaciones en el Daily Telegraph en 1907. Toda la nación conoce el drama de Edalji, pero el gobierno se niega a indemnizarle. Indignado, Arthur emprende una nueva investigación con el fin de encontrar al verdadero culpable...y lo logra. A través del papel de las cartas amenazantes, da con la escuela de la que había sido expulsado un joven violento que, con el tiempo se convirtió en carnicero. Las evidencias no son suficientes, sin embargo, para la comisión que estudia el caso cerrado de Edalji a petición de Conan Doyle. Aunque le exculpan de la muerte del animal, se niegan a admitir que no fuera él quien escribió las notas amenazantes y rehusan investigar al carnicero, principal sospechoso de Doyle.
El caso no acabó como él hubiese querido, pero las aptitudes investigadoras del medico, escritor, deportista y espiritista Arthur Conan Doyle habrían agradado incluso al detective mas famoso de todos los tiempos.

Fuentes: British Heritage, www.felixjpalma.com


lunes, 16 de febrero de 2015

Tiempos de Guerra: Las Wipers y otros empleos femeninos

Durante los años 40, el transporte por ferrocarril adquirió gran importancia en los Estados Unidos. El rápido crecimiento del sector requirió una mano de obra que resultaba escasa debido al reclutamiento de hombres para el ejército. Fue entonces cuando muchas mujeres se incorporaron por primera vez al mundo laboral, ejecutando tareas que, hasta entonces, habían pertenecido al terreno exclusivamente masculino.
Así nacieron las Wipers, como la Molly de mi novela. Mujeres blancas de clase obrera a las que no asustaba limpiar enormes locomotoras con una manguera de agua a presión. 

Otro trabajo aún menos agradecido dentro de las compañías ferroviarias era el de las "trackwomen" (originariamente Platelayers o Trackmen), mujeres que se encargaban del mantenimiento de las vías, desde engrasar juntas, despejar tramos o reponer elementos gastados.
Además de trabajar en las compañías ferroviarias, las mujeres se incorporaron a casi todos los sectores laborales. Especialmente conocidas son las representadas por el conocido icono "Rosie the riveter", mujeres que trabajaban en fábricas de coches, aviones y armamento como mecánicas y operarias.

Así, en 1943 algunos periódicos publicaban guías orientativas para aquellos patrones que decidieran contar con mujeres entre sus empleados. Como ejemplos de estos "consejos", citaré dos : "Escoja a mujeres jóvenes casadas, ya que son más responsables y visten de forma más decorosa que sus hermanas solteras" o "Elija a chicas regordetas ya que tienen mejor carácter y son más eficientes que las mujeres con un peso bajo"

Fuentes: nwhm.org y boredpanda.com

lunes, 2 de febrero de 2015

El libro que me eligió
"A veces, los libros eligen a las personas", es es una frase de la película "Huracán Carter" (Norman Jewison, 1999) que se ha hecho realidad en mi vida unas cuantas veces.
Una de ellas sucedió en San Francisco, en el año 2001. Entré en una librería y, después de hojearlo, me llevé un libro llamado "Sacred Legacy"*, compuesto en su mayor parte por fotografías antiguas de indios americanos. La belleza de las imágenes me impresionó, así como la sensibilidad y el cariño con que se retrataban aquellas tradiciones, los rostros curtidos y los paisajes vírgenes. Se trataba de un recopilatorio de retratos de Edward Sheriff Curtis, un fotógrafo de Seattle que dedicó veinte años de su vida a componer la monumental obra antropológica "Los indios de Norteamérica", en la que recogió imágenes, grabaciones y datos por escrito de todas las tribus existentes en los Estados Unidos y Canadá a principios del siglo XX. Para hacernos una idea de la magnitud del trabajo de Curtis, sólo es necesario dar unos cuantos datos: durante más de veinte años, tomó unas 40000 fotografías y 10000 documentos sonoros de más de ochenta tribus. Recorrió a caballo, a pie y en tren todos los rincones de Norteamérica para describir con detalle las costumbres, tradiciones, alimentación y personalidad común de cada tribu. La producción y edición de gran parte de su obra (veinte volúmenes en total) fue costeada por él mismo, para lo cual ideó montajes de imágenes coloreadas que logró exhibir en el Carnegie Hall de Nueva York y hasta llegó a fundar una productora para filmar la película "En la tierra de los cazadores de cabezas", cuyos derechos acabó vendiendo al museo de Historia Natural de Nueva York.
"Sacred Legacy" rinde homenaje al gran fotógrafo y explorador, que murió de un ataque al corazón en 1952, a los 84 años de edad. El libro cruzó conmigo de vuelta el Atlántico y, pasada la curiosidad inicial, se quedó en nuestra estantería durante mucho tiempo. En esos años, viajé de nuevo a Estados Unidos varias veces, una de ellas recorriendo en coche el trayecto que une San Francisco con el impresionante paisaje del Gran Cañón, en Arizona.
Viajé y escribí, escribí y viajé y un día decidí unir ambas cosas y escribir una novela de viajes. El recorrido paralelo a la Costa Oeste fue el escenario elegido, y la figura de Edward Curtis pareció llamarme desde la estantería, reclamando algún protagonismo después de haber cruzado medio globo conmigo. Como diría Steve Jobs, uní los puntos y así nació "Templados por el sol, mecidos por el viento", una novela de ficción con escenarios y personajes tan reales como el propio Curtis.
Aquí empieza mi aventura.
*"Sacred Legacy, Edward S. Curtis and the North American Indian", varios autores. Simon&Schuster, 2000.